Mi infancia es un árbol de Judea detrás de la ventana.
Perdí mi corazón en el centro de un complejo laberinto y no recuerdo la ruta ni existe un hilo de Ariadna que me guíe. Se comieron las migas los pajaritos y una bruja de dedos largos y huesudos me hunde el índice entre las costillas para ver si estoy a punto y descorazonada irremediablemente. La vieja se ríe quedamente, sabedora de que mi mal no tiene fin, cazadora de imposibles, solitaria y nómada hasta cuando mis huesos sean polvo mezclado con el viento.
Recordándote. Casi en tu aniversario.Viejos escritos en los que te rescato.
Un sol enorme rojosandía y las colinas recortadas en negro sobre el cielo púrpuranaranjarosa y una neblina extraña cayendo sobre las viñas oxidadas que esperan la poda y yo de paquete en una moto a toda pastilla por cuestas y curvas y era como estar en Marte el planeta rojo y ser marciano, un marciano incendiado con cuatro brazos dos troncos dos cabezas con casco y dos ruedas y daban ganas de levantar los brazos y aullar porque el universo a veces es tuyo y te hace generosos regalos sólo para tus ojos.
Mas abajo, lo juro, el mar era blanco...los marcianos existen, doy fe y son felices
Yo no sé rezar.
No puedo aprender a meditar.
No puedo hacer silencio mental.
No puedo tener fe en la inmortalidad.
No puedo creer en la trascendencia.
No puedo superar el miedo a la muerte.
Pero si de algo sirve
me gustaría escribirte un poema
o esta cosa que me surge
mientras te pienso:
Pequeña Isa
Siete vidas de gato
Grano de pimienta
Nuestra tamagochi
Si te marchas
habrás ganado tu cuota
(un disparate lo que te digo
pero sé que me entiendes)
de inmortalidad
perecedera,
acorde con tu bipolaridad
en mi memoria
mientras yo viva.
Nómadas.
Ambos tenían las cuerdas de la música
que trepaba por la pared de piedra
como una poderosa enredadera.
Los dedos de él golpeando la madera
del violoncello
y ella al violín lanzando
su voz:
flores ardiendo en el otoño
en Barcelona.
Había ángeles mirando,
lo sé.
Y naves invisibles surcaban el espacio
buscando la gloria...
El aire estaba quieto y transparente
y sin embargo
pequeñas plumas blancas
bailaban afiebradas
y la gárgola excitada
maldecía la inmovilidad de su carne.
Los cuerpos relajados
con la tensión exacta
de la pureza
y aquel idioma extraño
que me condujo
a caminos de exilio
y a manadas de lobos
corriendo bajo la luna...
Una chica de rojo
se balanceaba en trance
mientras mis pies luchaban
por despegarse del suelo...
y llevarme, doliente,
de aquel vórtice
de luz surgido en el caos.
Al fondo, la cinta azul del mar.
Muy cerca, un abejorro sobre la flor de maracuyá.
Mordí el verano