Empujamos la puerta de madera
y frente a la iglesia cancelada
había un cementerio pequeñito.
Solo dos lápidas enormes
con sus correspondientes fotos
sobre el mármol negro
relucian.
De tanto en tanto
había piedras oscuras
que emergían de la hierba segada,
señalando seguramente
el sitio de añejos esqueletos
ya sin nombre ni historia.
Olía a heno y a tilos.
Alguien, (probablemente niños)
había dejado cerca de la entrada
al lado de una tumba
una incorpórea lápida:
un cuadrilátero de rosas.
De esas flores de tela
que muchos ponen a sus muertos
el día de difuntos.
Curiosamente parecían
haber surgido de la tierra
encarnadas y vivas
entre tanto olvido.
Antes de volver sobre mis pasos
y cerrar la puerta pensé,
-no es mal lugar para el descanso eterno
Aquí hay tanta quietud,
ese perfume manso
y el rumor del río…
No, no es mal lugar…