15.8.05

Canícula

La riera arde de calor. Las plantas crujen, las cigarras chirrían como bisagras oxidadas, el asfalto ondula y se ablanda. Hordas de niños se liberan de los mayores y van por los senderos de tierra y piedra en busca de tesoros escondidos. Les reciben las zarzas, plagadas a esta altura del año de moras. Frutos oscuros y pecaminosamente brillantes y abultados les tiñen los dedos y los labios. Cuando se atiborran de fruta piensan en compartir. Buscan bolsas, botellas, algo donde almacenar tanta dulzura. Uno me pide una bolsa: - es para llevarle moras a mi madre- dice, mirándome con unos ojos enormes y azules detrás de las gafas. Me hace recordar mi propia caza de tesoros con los que contribuir al mantenimiento de mi casa... brevas rotundas de la higuera del vecino, rosas amarillas con pinceladas de fuego y un perfume que te golpeaba la nariz y el corazón al mismo tiempo, el maíz tierno de los campos cuando nadie vigilaba, los peces logrados después de una tarde de sol y mosquitos... Mi corazón, montado en bici, se va con esos niños por la riera, buscando alzar el vuelo entre azúcar y espinas.

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